En la Biblia, la luz representa la presencia de Dios, la verdad y la pureza, mientras que las tinieblas representan la ausencia de Dios, el pecado y el engaño. La luz es sinónimo de esperanza, guía y vida eterna, y nos recuerda el llamado a ser testimonio de bondad y amor en un mundo que muchas veces parece sombrío.
Jesús se presenta a sí mismo como «la luz del mundo» (Juan 8: 12), invitándonos a seguirlo para no caminar en tinieblas. Esta afirmación tiene un profundo significado espiritual: implica que, al seguir sus enseñanzas y su ejemplo, nuestras vidas se iluminan y alcanzamos una visión clara y verdadera del propósito y sentido de la existencia.
Sin embargo, esta luz no solo es para recibirla, sino también para compartirla. En el Sermón del Monte, Jesús nos llama a ser “la luz del mundo” (Mateo 5: 14-16), a que nuestra vida brille con actos de amor y justicia, y así llevar la paz y la esperanza a los demás.
Las tinieblas, por otro lado, simbolizan el pecado, el miedo y la confusión. A menudo, las Escrituras describen la vida sin Dios como un estado de oscuridad, donde las personas andan «ciegas» o «perdidas» (Efesios 4: 18).
Vivir en tinieblas significa estar desconectados de la fuente de vida y amor, y las acciones que brotan de esa desconexión pueden llevar al dolor y la desesperanza. La oscuridad en la vida espiritual es una falta de propósito, una negación de los valores de la verdad y la bondad. Pero incluso en la oscuridad más profunda, el amor de Dios ofrece una luz de esperanza, recordándonos que Él siempre está presente y dispuesto a guiarnos de regreso a la plenitud y a la paz.
Esta reflexión nos llama a preguntarnos dónde están nuestras sombras y cómo podemos permitir que la luz de Cristo entre en nuestras vidas. Nos invita a reconocer nuestras debilidades y zonas de oscuridad, para ofrecerlas a Dios y pedirle su ayuda para iluminarlas. Es un camino de humildad y conversión, en el cual vamos abandonando el egoísmo, la mentira y el odio, para llenarnos de su luz, convirtiéndonos así en testimonios vivos de su amor en el mundo.
La luz de Dios es una invitación a salir de las tinieblas, a abrir el corazón y a caminar en comunión con Él y con los demás. Nos recuerda que cada uno de nosotros está llamado a ser luz, no por nuestras propias fuerzas, sino por la gracia y el amor de Dios que actúan a través de nosotros. Ser luz es ser esperanza, paz, bondad, y tener siempre presente que, en las manos de Dios, incluso la más pequeña chispa puede iluminar la noche más oscura.